Por Willmer (Últimas Noticias, Venezuela)
La mujer parecía demasiado vieja, pero en realidad no llegaba a los 50 años. Dos gruesas venas azules sobresalían en sus párpados y hacían ver más grandes sus ojos azabache, que parecían contemplar el pasar del tiempo con una expresión de desprecio somnolienta y triste.
“Sabes, no te conozco. Sólo sé que vives en la parte alta del cerro, pero lo más seguro es que nos hayamos topado alguna vez en la cola del Mercal, o en bulevar o cargando agua”, comenzó a escribir con su mano derecha, arrugada y temblorosa, mientras con la izquierda apretujaba un pañuelito en el que descargaba las pocas lágrimas que aún le quedaban.
Tres niños de 9, 7 y 4 años dormían plácidamente sobre un viejo colchón que estaba en el piso, al fondo del rancho. La mujer había colocado una lámina de cartón para separar el espacio donde dormían del resto de la vivienda. Estaba sentada en una mesa de madera a la que le faltaba una pata, pero que había recostado contra la pared para que no se cayera ni se tambaleara.
“No sé cuántos hijos tienes ni cómo los educaste, o si tienes marido. No sé si ellos fueron a la escuela. Tampoco conozco los apremios económicos que de seguro has pasado en la vida. Quería decirte que yo tenía cuatro hijos: el mayor, que el tuyo me arrebató y otros tres pequeñitos que ahora duermen allí, en el colchón”.
A pesar del dolor, aquella mujer mostraba la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza. Sus cabellos espesos y entrecanos se recogían en una trenza triple que le rodeaba la cabeza. Tenía la boca seca, como si hubiese hablado toda la noche y parecía luchar por que no se le secase también el alma.
“Sabes, mi muchacho era bello, flaco y muy alto, pese a sus 17 años. Tenía la piel tostada y cuando se reía se le formaba dos huequitos en los cachetes. Si lo hubieras visto cuando se iba todas las mañanas para el banco donde trabajaba. Parecía un muñequito de torta. Yo me quedaba allí, asomada en la ventana, encomendándolo a Dios. Toda orgullosota de mi negrito”.
Las lágrimas la enceguecieron por unos instantes. Soltó el lápiz y se asomó a la ventana, tras apartar la roída y deshilachada sábana que hacía las veces de cortina. Volteó y miró a sus tres pequeñitos que yacían acurrucados en el rincón. Se acercó y los arropó con cuidado, para no despertarlos.
“Y era muy sano vale. No fumaba y sólo se echaba sus palitos cuando iba a alguna fiesta. Cuando salía de su trabajo se iba para la universidad bolivariana donde estaba estudiando periodismo. ¡Y cómo le encantaba el béisbol. Siempre me decía que de grande iba a ser como Vizquel, o como Galarraga y que iba a ganar mucho dinero para comprarnos una casa. Yo estoy segura que tu hijo no sabía nada de esto cuando me lo mató”.
Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Respiró hondo y volvió a tomar el lápiz con su derecha temblorosa.
“Me le metió siete balazos, vale. Y todo por un piche celular. De haber sabido, hubiese vendido el televisor y le hubiera regalado uno. No te puedes imaginar lo que sentí aquella mañanita cuando me vinieron a avisar que mi hijo estaba allí, tirado en las escalinatas, en medio de un charco de sangre. Ya el tuyo no estaba. Me quedé allí toda la mañana, abrazada al cadáver aún tibio de mi negrito. Acariciándole el pelo, tratando de revivirlo con mi llanto. Es muy duro vale. Ojalá nunca pases por esto. No existe un dolor comparable. Uno siente como si le estuvieran sacando algo de adentro. Cuida mucho a tus otros hijos, dales mucho amor, habla con ellos, aconséjalos, mételos en cintura. Si en algún momento tienes que darles un cuerazo, pues hazlo, de eso no se ha muerto nadie. Lo que no puedes es perder nunca el control sobre ellos”.
La mujer soltó el lápiz y encendió un cigarrillo, al lado de la ventana. Un humo espeso la envolvió y comenzó a salir por la ventanita, como si no quisiera contaminar el interior del rancho.
“Te cuento que mi negrito era prácticamente quien nos mantenía, porque su padre murió cuando estaba el chiquitico y el papá de los otros tres tuve que dejarlo porque me quería estar pegando. Me puse a trabajar como costurera en una fábrica, pero hace seis meses que me despidieron porque el dueño quebró. Con lo que ganaba mi bebé hacíamos milagros. Yo siempre les decía que había que arroparse hasta dónde nos alcanzara la cobija. No sé qué voy a hacer ahora. Una comadre me está consiguiendo un trabajo en el CDI de Montalbán como aseadora, pero no es seguro. Sé que nada de esto te interesa, pero es que quiero desahogarme con alguien vale y quien mejor que tu para escucharme”
Por algunos segundos la mujer se quedó paralizada y con la mente en blanco, contraída por el dolor. Bajo su silencio subyacía la tristeza. El despertar de uno de los chiquillos la sacó del estado absorto en que se hallaba. Le preparó un tetero rapidito y lo llevó de nuevo al colchón.
“Sabes, la semana pasada me enteré aquí en el barrio que agarraron preso a tu hijo y te lo enviaron para El Rodeo. Te mentiría si te digo que no me alegré. Es un peo de justicia. Ojalá Dios te lo cuide allí y ojalá se enderezase ese muchacho. Me da mucha pena por ti, pero créeme nuestros dolores son totalmente diferentes”.
La oscuridad comenzó a ceder lentamente en la calle. Varios hombres caminaban presurosos con una arepa metida en una bolsita plástica. La mujer los veía pasar, aunque su mirada perdida no se detenía en ninguno de ellos. Los primeros rayos del sol penetraron imperantes por la ventana, bañando la oscuridad que reinaba en el dormitorio. Las lágrimas se habían agotado.
“Sabes, esta carta la voy a pegar allá abajo, en la entrada del barrio. Desearía que no sólo tú, sino todas las madres de esos muchachos que corretean por las escalinatas, la lean y se preocupen por ellos. No puede ser que yo me vaya a dormir y deje a mis muchachos en la calle. O que lleguen con algo que no le has comprado y no le preguntes, no investigues. Dirás que me puse moralista, media cursi. Es probable, pero son los pensamientos y sentimientos que me llegan ahora”.
“Una última cosa. Ayer leí en la prensa que las madres de los presos de El Rodeo estaban protestando a favor de la reagrupación de presos, en contra del maltrato de los guardias y pidiendo que ellos fuesen trasladados a cárceles cercanas a sus familiares. Sospecho que estabas allí y me imagino todo lo que debes pasar para ir a visitarlo. Pero sabes, yo al mío lo visito sólo los domingos y mientras tu estás en la cola con la esperanza de verlo, abrazarlo y llorar con él, yo estaré visitando al mío y depositándole unas flores en su tumba, en el cementerio del sur. Créeme, no te guardo rencor”.
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El autor
- Croto
- Localidad: Tierra, Región: Vía Láctea, Mexico
- Pasante de la universidad de la vida, realiza estudios en ocio creativo y aplanado de calles y caminos con maestros como el profesor emérito Papirolas, el artista callejero Llanero Solitito y el padre Chinchachoma, protector de los niños de la calle. También le han dejado grandes enseñanzas los trotamundos argentinos denominados crotos en honor al gobernante de apellido Crotto, que permitió a los vagabundos viajar en los trenes sin pagar boleto. Los crotos proponen para mejorar la sociedad, entre otras cosas, volver al trueque, lograr que el trabajo sea creativo y edificante para los individuos, caminar o utilizar vehículos que no contaminan, como la bicicleta; en vez de vivir para acumular, traer a cuestas únicamente lo que se pueda cargar en una mochila; en síntesis, sustituir el ser por el tener. En su formación también ha recibido influencia de los anarquistas y socialistas utópicos, de los beatniks estadunidenses como Jack Kerouac, de los jipis promotores del amor y la paz, y de trovadores como José Alfredo Jiménez, Bob Dylan, Chavela Vargas, Rockdrigo González, Joaquín Sabina y José Cruz.
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