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20/1/11

La dama y el gato

Gabriel Lara Klahr

Para ella yo era en mí mismo un poema.

Mis ojos eran versos,

Mi nariz una sátira,

Decía que eran pestañas mis arañas,

Pero sobre todo, ella amaba a los gatos,

A mí me amaba,

A pesar de que yo era un ingrato,

Sólo la admiraba, sólo la veía hermosa como una virgen rusa,

Pero mi timidez, mi hipersensibilidad e impotencia

me hacían retraerme.

¿Por qué no me di cuenta de que ahí estaba?

Sabía que estaba ahí, pero no me di cuenta,

Creí que siempre estaría, todos lo creímos,

¿Cómo podía no estar, si ella era

última en reír siempre?

Todas sus cosas y sucesos eran demasiado extravagantes,

demasiado originales, demasiado niños

pero también demasiado naturales.

Ella era como la madre de Jesús

que parió

mientras iba al censo:

muy formal.

Frida: el antiguo oficio de mirar

En los años recientes Frida Lara Klahr no sólo ejerció el “antiguo oficio de mirar” que es la poesía, también dio cátedra y divulgó el acervo de los más de siete mil libros del espacio de arte Cántico a su cargo, con actividades dirigidas sobre todo a jóvenes de Morelia, donde residía. Desde siempre fue una activa promotora cultural: organizó el primer Encuentro Nacional Cervantes de Poesía de la capital michoacana, y participó en numerosos encuentros poéticos a escalas nacional e internacional, como integrante del PEN Club.

Entre su obra destacan los libros de poesía El nuevo cantar de Isolda; El espíritu es agua (1984); Mi antiguo oficio de mirar; La mujer de Ur; Canto al suicida o el libro de las desapariciones; La voz que no tiene nombre; Talle roto; Navarra decantada y Cautiva de libertad; la antología personal Exilio en mi tierra. Antología poética (1965-1995); Ánima Eva (2005). Por ello fue incluida en la antología Los nombres y las letras. Muestra de la poesía contemporánea de Michoacán 1965-2007, de Leonarda Rivera y José Antonio Alvarado. También realizó el video Anima Eva, donde fusionó la poesía con la música y la danza, que ha sido difundido en diversos foros.

De origen judío, su familia emigró de Polonia hacia México durante la Segunda Guerra Mundial. Entre 1969 y 1975 estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde posteriormente trabajó durante 20 años. Fue becaria del Fondo para la Cultura y las Artes de Michoacán. En 1972 coordinó un programa de poesía en la Universidad Juárez de Durango. A su llegada a Michoacán radicó en Pátzcuaro, donde impartió clases de filosofía en el bachillerato y fundó el Grupo de Poesía Carlos Pellicer y el Encuentro Nacional Cervantes de Poesía. Impartió talleres en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y participó en el Festival Internacional de Poesía Morelia en 1981.

Colaboró en el periódico La Voz de Michoacán, con su columna “Crítica y fantasía”, sobre temas de literatura contemporánea, y en el suplemento de la cultura “Acento” del mismo periódico. Fue fundadora de las revistas Creación y Flor y Canto (en Pátzcuaro). Su obra se ha publicado también en revistas de España, como Mester.

Obtuvo el Premio Estatal de Poesía en 1981, por su libro El Nuevo Cantar de Isolda.

En septiembre de 2010 fungió como jurado en el Premio Estatal de Poesía Carlos Eduardo Turón.

Frida nació el 8 de septiembre de 1948 en la ciudad de México y falleció el pasado 14 de enero en Morelia a los 63 años, a causa de una neumonía. Sus restos fueron cremados para ser enviados a Polonia, el país natal de su madre.













Ilustración del poemario Anima Eva



La casa de la araucaria

Fue sorprendente cómo la tristeza se convirtió en alegría, como si de tanto invocarlo, el espíritu de Frida se apoderara de todos y nos indujera a rendirle un homenaje espontáneo y a la vez concebido por ella. Todo parecía dispuesto para ese fin: el altarcito donde se puso la urna con sus cenizas, adornado con una Frida jovencita, una Bina niña, la Boina chapoteando en el Mar Muerto con tío Jacobo, un ramo de gardenias y claveles blancos, y luego más flores que llevaban vecinos que aún no salían de su sorpresa y acudían a expresar sus condolencias pero terminaban contagiados con las risas por las anécdotas que contaba Pablo, su cómplice más cercano en las aventuras infantiles; de fondo, el Réquiem de Mozart, que puso Daniel, según instrucción de Frida, y la algarabía de los nietecitos que jugaban por los rincones de la casita, dispuesta al puro estilo “fridiano”. Su creadora se las ingenió para que convivieran en el mismo espacio la vivienda familiar, el acervo que dejaron los jefes y las actividades del centro de cultura Cántico. De repente apareció en manos de Bina “grande” un ejemplar del periódico Cambio, en el que se publicó una extensa semblanza de la hermana poeta, filósofa y maestra. Después de la emotiva lectura se percibía más fuerte aún la presencia de un espíritu benévolo que impelía a todos más a la risa y los recuerdos entrañables que a la tristeza; a los reencuentros y al intercambio de recuerdos. Nadie se quería ir, pero se acordó un receso hasta la mañana siguiente, en la que todos llegaron con provisiones. Se comieron bolillos rellenos de aguacate con queso o requesón, guayabas, mandarinas, plátanos, café, al estilo de la dueña de la casa de la araucaria; o podría ser al revés: la araucaria con una casita encima de su poderosa raíz, que amenaza con devorarla.

Ni modo, había que regresar a la vida cotidiana. Pero ahora con un hálito de ese espíritu que dio frutos en abundancia. OLK



DOS POEMAS DE FRIDA LARA KLAHR

Canto al suicida



Ella siempre una cifra abierta, un silencio



Siempre extendido siempre



como un ave en su vuelo suspendida.

Su cuerpo cifra y tan callado

No deja de proferir palabras cada día

desde ese día desde esa plancha de acero

Tan callada

Sólo su extenso silencio muerde

Y allí tan blanca



Cada día un enigma sobre mi mesa

En mi pan, cada día una pregunta

sobre mi mesa sobre mi lámpara

Una pregunta que mira silenciosa

Y

como una flor que tan callada



de tanto silencio se abre

la flor de frutos peligrosos

Preguntas tomando aire

para tener siempre más y más hambre

Y ritmo y preguntar de nuevo y empezar

Siempre



Ave, cuerpo, palabra, palabra flor

Se deshoja, se desdobla, se quintuplica



Y cada vez más aves

Más cuerpos

Y preguntas



El espacio ocupado de silencios



el silencio ocupando más espacio

que mi cuarto

que mi cuerpo

espacio que se rasga su vestidura

que tengo que hilar cada noche

que tengo que hilar con un solo hilo

de puro silencio de hielo se me quiebra

en las manos se quiebra su silencio.





Dios ebrio



Las cosas son más eternas de lo que uno cree

Alguien tomó mi mano y escribe

Toma mi pata y hace huellas

escribe una historia que no era la mía



Soy la bruja jodida de la más vieja hora

De la más antigua hoguera

alguien escribió mis presagios y encantamientos

que yo sólo dancé

Los venenos y mis vuelos los dibujó. ¿quién?



Con sus pies en un surco de algún espacio

dictó su veredicto

Y por ese dios ebrio me quemaron



Con su capuchón serio y solemne

Sentenciaron los jueces

Juega

Fuego pirotecnia encanto

Cuento; un viejo blus y hoguera

Cifra canciones y dibujos en la caverna

En Chicago con su saxo, en el DF también arden

en la pira del ritmo y del sueño

Con pinceles profana templos

o piedras pulidas jades

ayer hoy

a la hoguera

mi ceniza vuelve

siempre vuelve o

vuela

y vuelve…

a la hoguera

cátara bruja incrédula.



FUENTES Y REFERENCIAS:

• [B] Antología del Primer Festival Internacional de Poesía. Morelia 1981. Edición, selección y notas de Homero Aridjis. México: Joaquín Mortiz, 1982, p. 351.

• [B] Los nombres y las letras. Muestra de la poesía contemporánea de Michoacán 1965-2007. Leonarda Rivera y José Antonio Alvarado (selección). Morelia: SECUM/Jitanjáfora, 2007. (Colección de poesía michoacana contemporánea, 12).[D. i.] Directorio actualizado de poetas y narradores de Michoacán (2006). Proporcionado por el Departamento de Literatura de la Secretaría de Cultura de Michoacán.[D. w.] MORALES, Enrique. “Exilio en mi tierra. Antología poética de Frida Lara Klahr”. CONACULTA. La Cultura Sala de Prensa. Noticias del día. Página electrónica: http://www.conaculta.gob.mx/saladeprensa/2002/05mar/lara.htm. (Consultada el 11 de abril de 2007).

• [D. w.] MORALES, Enrique. “Frida Lara Klahr ha cruzado fronteras para reconocerse a sí misma”. CONACULTA. La Cultura Sala de Prensa. Noticias del día. Página electrónica: http://www.conaculta.gob.mx/saladeprensa/2002/12mar/frida.htm. (Consultada el 11 de abril de 2007).

• [D. w.] Poemarios. Frida Lara Klahr. 7 de noviembre de 2005. Página electrónica: http://agplaraklahr.blogspot.com/. (Consultada el 11 de abril de 2007).

• [H] LARA KLAHR, Frida. “La poesía como tradición de rupturas” (columna semanal Crítica y fantasía). La Voz de Michoacán, Morelia, 21 de julio de 1999, p- 3C.

• [H] OGARRIO, Gustavo.”Entrevista / Frida Lara Klahr / Autora del libro Exilio en mi tierra”. La Voz de Michoacán, Morelia, 5 de junio de 1999, p. 6B.

• [H] OGARRIO, Gustavo. “La magia y el juego en la literatura latinoamericana de hoy”. La Voz de Michoacán, Morelia, 5 de junio de 1999, p. 10B.

• [H] VILLANUEVA RAMÍREZ, Lourdes. “Los libros más vendidos en marzo”. Donde se refiere el libro Antología poética (1965-1999), UMSNH, con obra de esta autora.

12/1/11

El collar

Guy de Maupassant


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.



No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.



Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.



La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.



Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.



No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!



Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.



Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.



-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.



Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:



"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."



En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:



-¿Qué haré yo con eso?



-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.



Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:



-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?



No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:



-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...



Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.



El hombre murmuró:



-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?



Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:



-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.



Él estaba desolado, y dijo:



-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?



Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.



Respondió, al fin, titubeando:



-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.



El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.



Dijo, no obstante:



-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.



El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:



-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.



Y ella respondió:



-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.



-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.



Ella no quería convencerse.



-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.



Pero su marido exclamó:



-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.



La mujer dejó escapar un grito de alegría.



-Tienes razón, no había pensado en ello.



Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.



La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:



-Escoge, querida.



Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:



-¿No tienes ninguna otra?



-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.



De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.



Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.



Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:



-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.



-Sí, mujer.



Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.



Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.



Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.



Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.



Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.



Loisel la retuvo diciendo:



-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.



Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.



Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.



Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.



Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.



La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.



Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:



-¿Qué tienes?



Ella se volvió hacia él, acongojada.



-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.



Él se irguió, sobrecogido:



-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!



Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.



Él preguntaba:



-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?



-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.



-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.



-Debe estar en el coche.



-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?



-No. Y tú, ¿no lo miraste?



-No.



Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.



-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.



Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.



Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.



Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.



Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.



Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.



-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.



Ella escribió lo que su marido le decía.



Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.



Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:



-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.



Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.



El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:



-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.



Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.



Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.



Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.



Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.



Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.



Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:



-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.



No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?



La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.



Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.



Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.



El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.



Y vivieron así diez años.



Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.



La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.



¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!



Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.



Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.



Se puso frente a ella y dijo:



-Buenos días, Juana.



La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:



-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...



-No. Soy Matilde Loisel.



Su amiga lanzó un grito de sorpresa.



-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...



-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...



-¿Por mí? ¿Cómo es eso?



-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?



-¡Sí, pero...



-Pues bien: lo perdí...



-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!



-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.



La señora de Forestier se había detenido.



-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?



-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.



Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:



-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

El autor

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Localidad: Tierra, Región: Vía Láctea, Mexico
Pasante de la universidad de la vida, realiza estudios en ocio creativo y aplanado de calles y caminos con maestros como el profesor emérito Papirolas, el artista callejero Llanero Solitito y el padre Chinchachoma, protector de los niños de la calle. También le han dejado grandes enseñanzas los trotamundos argentinos denominados crotos en honor al gobernante de apellido Crotto, que permitió a los vagabundos viajar en los trenes sin pagar boleto. Los crotos proponen para mejorar la sociedad, entre otras cosas, volver al trueque, lograr que el trabajo sea creativo y edificante para los individuos, caminar o utilizar vehículos que no contaminan, como la bicicleta; en vez de vivir para acumular, traer a cuestas únicamente lo que se pueda cargar en una mochila; en síntesis, sustituir el ser por el tener. En su formación también ha recibido influencia de los anarquistas y socialistas utópicos, de los beatniks estadunidenses como Jack Kerouac, de los jipis promotores del amor y la paz, y de trovadores como José Alfredo Jiménez, Bob Dylan, Chavela Vargas, Rockdrigo González, Joaquín Sabina y José Cruz.

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